La muchacha que bebía sangre es un relato que nos lleva al mundo de la brujería, creencia supuestamente introducida por "el demonio" y a la cual son muy propensas las mujeres. En varios relatos tradicionales mexicanos la bruja suele ser una mujer joven, en mi relato suelo ser yo con apenas seis años de edad. Todos estos datos los encontramos en este relato. ¡Vamos a leer!
La muchacha que bebía sangre
por Diana Palacios
Cierta ocasión, cuando era pequeña, estaba sola en mi casa ya noche; eran como las nueve. Mi mamá trabajaba desde muy temprano hasta muy tarde y no llegaba. Mi papá salió a buscarla no sin antes recomendarme que me durmiera, que no saliera. Lo noté algo preocupado, pensé que era porque la luz en la colonia era muy fluctuante y nos dejaba a ciegas de repente; el viento soplaba exageradamente fuerte, pero a la vez raro, de esas veces que pegas tu cara al gran ventanal de la recámara y te da terror porque el aire era tan espeso que parecía levantarse una inmensa burbuja salida del fondo del mar. Recuerdo que mis vecinos tenían una beba recién nacida, esa noche gritaba más de lo acostumbrado con un llanto que parecía más una queja o un lamento de algún triste gato.
Cuando se fue mi papá comenzó a parpadear la luz. Mi hermano se metió a su cama no sin antes mirarnos el uno al otro; ambos esperábamos con ansias que mis papás llegaran. Tuve que asomarme de nuevo por la ventana para saber si ya venían, pero sólo pude ver unas bolas de fuego que se acercaban, el viento seguía soplando muy fuerte y la luz no encendía. Se oían gritos, aunque la gente dice que era el ruido del viento, yo escuché risotadas; rápidamente me metí entre las sábanas de mi cama y un escalofrío recorrió toda mi espalda. Entonces recordé que mi papá me pidió que no me asomara por la ventana. Era una escena aterradora. No me explico cómo podía haber bolas de fuego en medio de tanto viento y de las cuáles surgían risotadas y gritos ininteligibles. Esas cosas raras circundaban toda la colonia, pues desde mi venta se alcanzaba a ver cómo recorrían las calles.
Mis papás todavía no llegaban, entonces me armé de valor y fui a la casa de mi abuelita; está en el mismo terreno, pero hay que atravesar el jardín, bajar una escalinata recorrer el patio y llegar hasta su puerta. Estaban mis tíos y mis papás contando lo que había sucedido. Todos vimos las bolas de fuego. Mi abuelita pidió a mis papás que me pusieran un suéter al revés, "por si las dudas"; ellos por supuesto que no hicieron caso a esas creencias de pueblo. Fuimos a casa.
Desde entonces siempre tuve un sueño recurrete que se repite noche tras noche y se intensifica con las hermosas lunas de octubre. Se trata de un espacio blanco con un columpio al centro adornado con muchas flores, rosas rosas sobre todo; en él está una señora vestida con la túnica verde y dorado igual al de Guadalupe, la virgen mexicana. Ella está de espaldas, al principio no puedo ver su rostro. Conforme me acerco ella se columpia más y más fuerte hasta que se queda totalmente quieta porque siente mi presencia. Me recibe con una sonrisa, comienza a abrir los labios y surgen dientes afilados con un tono cafesáceo particular y un olor fétido. Sus ojos son rojos, inyectados de sangre y derrama lágrimas del mismo tono. Cuando ella me mira y logro ver su rostro me despierto abruptamente y no recuerdo el sueño en todo el día, hasta que llega la hoar de dormir.

La dama del ventanal venía a casa de día vestida de negro y de noche se ponía su hermoso traje blanco con el cual se le veía la piel más azul que de costumbre. Jamás vi su cara, sólo me daba mucha confianza estar con ella. Siempre estaba vigilante afuera de mi recámara mirando a través del ventanal. Un día, ya de adolescente me perdí camino a la escuela, “ella” me acompañó hasta mi casa. Cuando me preguntó mamá donde estaba le conté que me perdí, me quedé sin dinero, pero que la niñera me trajo. Me preguntó cuál niñera, le dije que la que contrató aquel día que sopló el viento fuertísimo y se veían las bolas de fuego. Ella supuso que inventé todo eso para llamar su atención, últimamente ese era su pretexto para no estar en casa con sus ahora tres hijos. Después de ese día jamás volví a ver a la dama misteriosa afuera de mi habitación.
Sólo ahora, después de tantos años, puedo darme cuenta de algo… No me dan ganas de comer y no tolero la sal por nada de este mundo y tal vez de otros muchos; sólo bebo siempre un líquido de la botella que mi niñera me regaló hace ya muchos ayeres.
Una luna blanca
se asoma por la escalera.
Es la hora.