por Diana Brüja Pälacios
Encendí, una a una, las trescientas treinta y tres velas que iluminaban un letargo finito. Fue como intentar chupar el tuétano al hueso de un secreto en busca de su misterio insondable. Pasé de un cuarto a otro hasta que encontré el del vidrio roto; aquél donde se cuela el aire frío que aumenta la borrazón de la sonrisa, similar a esos hoyos en tu rostro que dibujan la silueta de unos labios que invitan al exquisito beso.
Camino como si no estuviera despierta; sin una explicación sincera, todo cambió: El hueco en el vidrio se transforma en la lupa que permite observar de cerca las profundas singanas con toda su fuerza y no hay respuesta a todo. No puedo evitar recordar que éstas sin acciones son sólo eso y en ellas no existe trascendencia. Ahora debo caminar hacia el origen de nuevo. ¿Sabes cómo? Al límite de mis posibilidades, contra mí, contra todos, contra nada.
No puedo evitar tañir mi faringe con una melódica composición de moda mientras estoy allí, mirando el agujero; pero sólo sale un sonido cóncavo, desgarrador y es que fui experta en hacer tan grandes y fuertes mis cuerdas vocales para lamentarme, para no tener sinfonías en otras situaciones que marqué mi garganta profundamente... Renuncié, por un momento, a continuar el regreso.
Mis pasos permiten la obertura en todo este andar. Ahora estoy tirada en la ceguera, en un círculo sin saber cómo salir esperando algo que no sé ni qué es. Deseo en lo más profundo de mi corazón que, al menos, tome la ley en mis manos y rellene esos hoyitos de sus mejillas, esos espacios vacíos inconclusos que no me permiten el libre juego de la vida y anuncia mi llegada al inicio, mi final.
¿Acaso esta oquedad no se llenará nunca? Desgraciada
Fotografía tomada de Internet
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